El que quiera seriamente disponerse a la búsqueda de la verdad deberá preparar, en primer lugar, su mente a amarla; porque el que no ame a la verdad no demostrará grandes esfuerzos por conseguirla, ni mucha pena cuando no lo logre. Nadie hay entre los que se dedican a la ciencia que no esté convencido asimismo de que ama a la verdad, y ni una sola criatura racional dejaría de tomar como un insulto que se pensara de ella de otra manera. Y, sin embargo, uno no puede decir realmente que son muy pocos los que aman la verdad, en cuanto a verdad en sí misma, incluso entre los que están persuadidos de que lo hacen. Merece la pena saber cómo un hombre puede conocer si ama en realidad la verdad, y creo que sobre esto hay una prueba infalible: el no abrazar ninguna proposición con mayor seguridad de lo que sus pruebas lo permiten. Quien se exceda en esta medida de asentimiento, es evidente que no recibe la verdad por amor a ella, que no ama la verdad por amor a la verdad misma sino por algún otro fin oculto. Porque la evidencia de que cualquier proposición es verdadera (excepto las que son de suyo evidentes) como tan sólo depende de las pruebas que tenga un hombre, cualquiera que sea el grado de asentimiento que se conceda a esa proposición y que sobrepase el de la evidencia, resulta claro que todo lo que sobra de asentimiento concedido a esa evidencia responde a algún otro afecto diferente del que se debe otorgar a la verdad; porque es tan imposible que el amor a la verdad impulse mi asentimiento por encima de la evidencia, como que el amor a la verdad me obligue a otorgar mí asentimiento a una proposición en virtud de una evidencia que no me indica que ella sea verdadera, lo cual es igual que amarla como una verdad sólo porque es posible o probable que no sea una verdad. En cualquier verdad que no se posesione de nuestras mentes mediante la luz irresistible de la evidencia misma, o por medio de la fuerza de la demostración, los argumentos que obtienen nuestro asentimiento son las garantías que nos permiten medir la probabilidad que tienen para nosotros, y no podemos recibirlas sino por aquello que esos argumentos la ofrecen a nuestros entendimientos. De manera que cualquiera que sea el crédito a la autoridad que otorguemos a una proposición, que exceda a sus merecimientos a partir de los principios y de las pruebas en los que se sustenta, se debe atribuir la causa de nuestra inclinación a este peso específico, y en esa medida supondrá una derogación del amor a la verdad en cuanto tal, lo cual, desde el momento en que no puede recibir ninguna evidencia que proceda de nuestras pasiones o intereses, tampoco le permitirá recibir ningún matiz de ellos.
Y cuando por la calle pasa la vida como un huracán, solamente nos queda... observar... y aprender a esquivar los manotazos del viento...
Belen!
miércoles, 22 de agosto de 2007
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